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jueves, 5 de agosto de 2010

ESTUDIOS ANTROPOLÓGICOS POCO PROFUNDOS: LA RONDALLA

Desde siempre, en todas las civilizaciones, en todas las comunidades, la sociedad ha generado rituales de purificación o de catarsis.
Los indios (de la India), se lavan en las aguas pringosas del Ganges. Los chamanes de las islas caribeñas te hacen entrar en éxtasis después quemar plantas mágicas e inhalar sus humos. Los negros de Nueva Orleáns se elevan a base de gosspel y telepredicadores. Y los de Alicante, para no ir tan lejos, hacen hogueras.
Nosotros vamos a la rondalla.
Los mecanismos intrínsecos de la rondalla son difíciles de explicar. Cuando se intenta, tu interlocutor acaba pensando que es dar una vuelta al pueblo bebiendo vino hasta acabar doblado. Sabemos, desde luego, que es algo más.
A media tarde, en la plaza, los músicos van afinando, y la comisión saca el tonel de ponche. Es entonces cuando aparece uno de los primeros elementos rituales: el botijo plastiquero de colores, del que se desprende un cordel negro, de igual calidad, para que los dispensadores no lo pierdan. Sobre el origen de estas vasijas los estudios no dejan dudas. Primero fueron made in Taiwan y más tarde made in China.
En la plaza, al probar el ponche, alguno de los adeptos dice: “que dulce está este año, como va a pegar”. Esta formulación, u otras similares, aparece siempre, a menudo acompañada de otras que apologizan el alcohol, que no el alcoholismo. No pasa nada, una vez al año...
La rondalla, formada por guitarras, bandurrias, laudes y cantadores más o menos improvisados, comienza a subir la cuesta hacia el bar. Entonces llega alguien y, sin más, me rompe la camiseta. En otro entorno, este acto tendría dos posibles consecuencias. A) Se lleva dos hostias. B) Es más grande que yo y acabo llevándome dos hostias. Aquí, sin embargo, no solo no me enfado, sino que si no me la rompen casi me siento ofendido. Qué cosas.
En la fuente la gente, por voluntad propia o ajena, se remoja en el pilón, que curiosamente está igual de guarro que el Ganges. Este es otro de los puntos clave del ceremonial. Alrededor, como somos modernos, decenas de cámaras graban el evento.
La rondalla avanza y los botijos suben y bajan mientras el grupo comienza a dispersarse. Los pedazos de camiseta van desapareciendo de forma directamente proporcional al ponche ingerido o a la pasta invertida ese año en el gimnasio. En el Barrio Nuevo sucede un hecho sorprendente, tal vez provocado por las fuerzas telúricas del subsuelo, por la entrada del viento de las eras o, más probablemente, por la acertada mezcla de la receta del ponche. Al comienzo de la cuesta vas sereno, y arriba, ya no. Esta especie de “mal de altura” de los montañeros se hace evidente en el teleclub, donde la gente, enloquecida, se lanza vino, harina, champú, flanes y hasta algún ñapo, todo de nuevo sin hostias de por medio. El pitorro pequeño del botijo empieza a parecer demasiado pequeño, y es cuando comienza otro de los rituales: la caza del "nuevo", digna de un documental de La2. Se emborracha al nuevo, después de avisarle durante días (ya verás tu en la rondalla...) hasta hacerle casi perder el conocimiento. Cuando sucede, se celebra con alborozo y, para su sonrojo, se le recuerda durante el resto de las fiestas.
Por detrás aparece la charanga. No es la filarmónica de Viena, ni falta que hace, pero también aquí el ponche ayuda a engarzar los sonidos y la sutileza de las letras. Si te ha pillao la vaca jodete. A que te toco el chichiburri. Poesía pura. Con un colega, bajo hasta el Bolo, donde la rondalla tradicional sigue pulsando las cuerdas. Alrededor, la gente canta. Ver personas de todas las edades pasándolo así de bien resulta conmovedor. Un chaval que normalmente dice hola y poco más, me saluda efusivo, igual que yo a él. También está "purificado". Tocan una jota y un jubilado se arranca a cantar. No puedo evitar pararme y observar la escena con emoción. Cuando termina todos aplaudimos, y los músicos aprovechan para dar un trago. Unos metros atrás, los más jóvenes siguen con sus danzas tribales, con los ojos enrojecidos y el pelo lleno de porquería. Reflexiono sobre esta perfecta simbiosis entre lo tradicional y lo innovador hasta que, a mi izquierda, me acercan un botijo y, a mi derecha, me chafan un huevo en la cabeza.
Mención aparte, en este ritual, merecen los músicos, que ofician la ceremonia con maestría, mezclando acordes y generaciones. La vibración de las cuerdas te recorre el cuerpo. Al fondo veo a mi padre cantar, y mi madre, que hace solo unas horas despotricaba en casa por el desorden de la habitación, absorta por el influjo rondallero no solo canta, sino que hasta da palmas.
A partir de aquí, todo empieza a ser más confuso. De repente te estás partiendo de risa con uno que no sabes como se llama, pero que debe ser el nieto de tal, o rulando por una cuesta sin pensar en los moratones del día siguiente. Entras en la plaza (o frontón) como un toro al final del encierro y acabas comprando pijadas en el chiringuito o bailando pasodobles con tu tía.
Esto es la rondalla. Cuatrocientas personas pasándoselo bien. ¿Alguien da más?
Como toda batalla, se cobra sus víctimas. Por la noche, en la verbena, los supervivientes toman buena nota de quién no ha bajado y se ha quedado durmiendo la mona. Casi siempre, “el nuevo” no está.

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